El ideario Cristiano de la Caballería
Los caudillos de la Primera Cruzada: Godofredo de Bouillon, Roberto de Flandes, Raimundo de Tolosa y Bohemundo de Tarento. Grabado del siglo XIX.

¿Qué es la caballería?

Es, ante todo, un ideal, dice León Gautier en su obra “La Chevalerie”, basada en el estudio de los cantares de gesta francos. “Es la forma cristiana de la condición militar. El Caballero, es el soldado cristiano”.
Nació del anhelo medieval de “la paz de Cristo en el reino de Cristo”, que San Agustín definió genialmente como “la tranquilidad en el orden”. En defensa de la paz y el orden verdaderos, el caballero empuña las armas, dispuesto a correr todos los riesgos por amor a Dios, el bien, la patria, la Cristiandad.
El fin de la caballería es extender las fronteras del reino de Dios, y sus leyes comprenden estos mandamientos:
Amar a Dios y practicar su ley
No retroceder
Hacer guerra sin cuartel a los enemigos de la Fe
Ser paladín del Derecho y el Bien y protector de los desvalidos contra la Injusticia y el Mal.
Suponía el heroísmo de toda una existencia y el deseo del Cielo.

La idea de Dios era el aire que se respiraba en la Edad Media,  
centrada en la Persona divina y humana de Cristo, sus obras y milagros, quien se entregó por nosotros y nos dio su nombre, y por El nos llamamos cristianos.
“En todas las circunstancias de la vida, acariciando sus hijos en la gran sala del castillo o en pleno combate, elevan su pensamiento hacia el Dios que hizo el cielo y el rocío, que nació de la Virgen y se dejó clavar en santa cruz por nosotros” (ibid.).
Continuadores locales de la tradición caballeresca, los heroicos vecinos feudatarios que fundaron y sostuvieron la Argentina temprana tenían una concepción católica de la vida que dejó huellas profundas en los héroes de la patria.
Luchar denodadamente contra el infiel era la misión fundamental del caballero, a quien la épica presenta como capaz hasta de volver de la otra vida para cumplirla: “Si estuviéramos en paraíso, bajaríamos de nuevo para combatir los sarracenos”. 

Ideas afines de heroísmo por
la Fe se encuentran, en tiempos modernos, en los escritos de Santa Teresita de Lisieux, Doctora de la Iglesia, que lamentaba morir en una cama y no en un campo de batalla en las cruzadas, y expresaba la felicidad de guerrear contra los herejes (cf. “Ultimas conversaciones”). 

Pues las almas con espíritu de gesta comprenden los peligros que amenazan la Cristiandad, que los caballeros defendían contra el Islam y las herejías revolucionarias a costa de ingentes sacrificios como estar separados de la familia, el castillo y el terruño.

A la cabeza del reino cristiano se encontraban legendarios reyes bendecidos por gracias especiales. El primer rey franco bautizado aparece en los poemas épicos coronado por ángeles que le cantan, de parte de Dios: tú serás mi lugarteniente sobre la tierra y harás triunfar la Justicia y la Ley. De este modo era vista por todo el pueblo la misión de un gobernante católico, ajena a todo absolutismo monárquico…o democrático. Así, enseñaron los Papas, el reino cristianísimo fue “coronado por la mano del propio Dios de prerrogativas y gracias extraordinarias”.
Elogios semejantes podrían hacerse, proporcionadamente, de todas las naciones cristianas, forjadas por esforzados hombres de Dios, como San Gregorio Magno y San Bonifacio, y gobernadas por reyes santos y caballeros como San Fernando de Castilla, San Luis Rey de Francia y San Enrique, Sacro Emperador de Alemania. 

En laIberoamérica del Descubrimiento y la Conquista es a Isabel la Católica a quien se le debe que las naciones americanas nacieran cristianas. La que galopaba las leguas que fuera necesario para combatir infieles y asegurar la paz de su reino. La solícita protectora de sus vasallos indígenas y de todos los necesitados, nobles y plebeyos.
Procurando “el reino de Dios y su justicia”, “lo demás” se daba por añadidura. Como en la “dulce Francia” pintada por la Chanson de Roland, “tierra incomparable, valiente, encantadora, abundante en bosques, ríos y prados, doncellas y bellas damas, buenos vinos y caballeros temidos”.
De ella salieron las cruzadas, “gesta de Dios por los francos”, pues entonces, por obra de la Iglesia, “la Caballería ya estaba formada cuando el Beato Papa Urbano II precipitó todo el Occidente cristiano sobre ese Oriente donde el sepulcro de Cristo estaba en manos de los infieles…”
Roland, en la leyenda de los doce pares de su tío, el emperador Carlomagno, fue el perfecto héroe caballeresco, mientras que Godofredo de Bouillon lo fue de la historia. Era capaz de cortar en dos un camello con su espada, por la fuerza que le daba la virtud de la pureza de costumbres.
El mandamiento de no retroceder fortalecía al caballero, convencido de que: “más vale morir que ser llamado cobarde”. Si un solo cobarde puede descorazonar un ejército, el auténtico caballero se complace en el combate cuerpo a cuerpo, y en dar buenos lanzazos.
Cuando un caballero se degradaba, se volvía indigno de montar a caballo, por lo que se le cortaban las espuelas cerca del talón. Pues había traicionado el alto deber contenido en una “gran fórmula luminosa”: “Recuerda, caballero, que debes ser el defensor del Orden y el que castiga la Injusticia”.
 
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Los guerreros católicos encarnaron el ideal de Caballería, cuya belleza se expresaba en magníficas armas, estandartes y caballos. Pero lo fundamental era su amor al bien y rechazo al mal, y la heroica dedicación al orden basado en los principios del Evangelio y el magisterio tradicional de los Papas.
Todo católico debe tener al menos algo del ideal perenne de Caballería para defender lo que resta de civilización cristiana y hacer lo posible por su restauración, en un mundo cada vez más trabajado por la revolución cultural, el hedonismo y la falta de ideales. Puede constituir una vocación específica para quienes sienten el llamado de consagrarse a esa causa.
Con ayuda de la Virgen, que en Fátima prometió el triunfo de su Inmaculado Corazón, el orden católico volverá a tener plena vigencia, para bien de la humanidad y gloria de Dios. Como lo expresó Santa Juana de Arco, que libró a Francia de los ingleses: “los hombres combatirán y Dios dará la victoria”.
 
 
 


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